Un nuevo texto tintinófilo
Archivado en: Cuaderno de lecturas sobre "Tintín y Cía"
Una miniatura que reproduce una imagen de "La oreja rota", incluida igualmente en la portada del texto de Farr.
Al final va a ser rigurosamente cierta aquella publicidad que anunciaba los amados álbumes de Tintín en mi remota niñez como una lectura "Para jóvenes de de siete a setenta y siente años". Mi buen amigo Bertrand de Villepin -poseedor de algunas reproducciones numeradas y firmadas por Hergé de otras tantas planchas originales de El asunto Tornasol (1954)- solía recordar aquel eslogan en la lejana juventud. Todo está lejano, salvo el incesante afán por Tintín.
No es jactancia, es una declaración de amor, yo empecé a leer las aventuras del infatigable reportero de Le Petit Vingtième con tres primaveras. Aún no sabía leer, pero me cautivaron las maravillosas viñetas de La estrella misteriosa (1941), que miraba y miraba sin cesar. Leí las aventuras de Tintín y Milú, por sistema, hasta 1976. Las mañanas de domingo, tras desayunar en ella, se me iban en la cama dando cuenta una vez más de las hazañas del Valiente. Unas páginas de mi ejemplar de La isla negra (1937) aún conservan ciertas manchas de Tomate Intercasa, que mi madre me daba untado en pan de molde para desayunar. Una de aquellas rebanadas se me cayó y constituyó uno de los grandes dramas de mi infancia.
Entre los 16 y los 23 años, o lo que es lo mismo, entre 1977 y 1983, volví con moderación a mis queridos álbumes con el lomo de tela. Casi siempre cuando escuchaba a aquellos majaderos que aseguraban que Tintín era "un facha". Desde luego habían leído El Loto Azul (1934), el más bello alegato contra la invasión japonesa de China de toda la cultura occidental. Pero también pasaban por alto los crímenes del estalinismo, que cuentan entre los más grandes alumbrados por la Humanidad.
Más feliz que el recuerdo de aquellos necios en su demente quimera de querer cambiar el curso de la Historia, es el de la conservación de mis aventuras de Tintín. Ya inmerso en las primeras malas rachas, me vi obligado a vender mis colecciones de discos y cómics, que fueron considerables, "todo cuanto era mío y resultó ser nada", vaya evocando los versos de uno de los grandes poetas estalinistas de nuestro idioma, que el buen lector sabrá descubrir. Todo, en fin, me deshice de todo por una miseria. De todo menos de mis tebeos de Tintín, como los llamaban quienes me los regalaron.
Ante estos antecedentes, cabe imaginar el entusiasmo con el que me di a toda esa literatura tintinófila que surgió tras la muerte de Hergé. Diez años después, dentro de mis posibilidades, también lo haría a la iconografía nacida de las amadas viñetas. Al día de hoy, mire al rincón que mire en mi intimidad, hay un motivo de Tintín. Cristina dice que nuestra casa parece un mausoleo de Hergé.
Aunque esa iconografía también viene a abundar en la idea de que el Valiente de Le Petit Vingtième acompaña desde los siete a los setenta y siete años, es la literatura tintinófila a la que vengo a referirme en esta bitácora merced a Tintín y Cía. de Michael Farr, el tintinófilo ingles por excelencia. Publicada hace un par de años por Zendera Zariquiey, la editorial que lleva el nombre de la primera traductora española de los álbumes, una vez más vuelven a llamar la atención las diferencias entre algunos de los nombres de esos personajes principales a los que alude la "cía." del título. Aquí Hernández y Fernández, son otra vez Dupond y Dupont; Serafín Latón, Serafín Bombilla y Los Alegres Turlurones, Los Alegres Mirlitones. Por no hablar de los álbumes. Aterrizaje en la Luna (1952) aparece como Hemos pisado la Luna y El asunto Tornasol, como El caso Tornasol. Incluso en los primeros textos tintinófilos -el diccionario de Toni Costa, Tintín y el sueño de Hergé, de Benoît Peeters, Y aterrizaron en la Luna-, es decir, en los publicado por Editorial Juventud, la misma de los álbumes se conservaron las denominaciones de mi recuero.
Esto me lleva a pensar que los nuevos traductores no son tintinófilos y que la tintinofilia misma empieza a remitir. Ya estaba a punto de cansarme de estas páginas cuando me empezaron a ganar. Tras las aportaciones de Peeters -quien precisamente definió nuestra obsesión como "una infancia infinita"-, Las conversaciones con Hergé, de Numa Sadoul, así como las de la larga serie de encomiables textos que vinieron después, poco parecía quedar por descubrir del universo de Tintín, esa cautivadora reproducción del siglo XX que es. Ya sabíamos que al Valiente se le levanta el tupé cuando huye de un avión de la policía, que le persigue en Tintín en el país de los soviéticos; que el modelo del profesor Tornasol fue Auguste Piccard, un notable científico suizo que daba clases en Bruselas; y, por supuesto, estábamos al corriente de la amistad que unió a Hergé con Chang Chong-chen.
Ahora bien, las referencias a la cinefilia de Hergé, al menos para mí, sólo empezaron a ser conocidas más recientemente, al leer el cuadernillo de un DVD de El loto azul. Aquellas páginas me hicieron ver las deudas que La isla negra (1937) tiene con Los 39 escalones (Alfred Hitchcock, 1935). Pero lo deudor que es el propio El loto azul de El expreso de Shanghai (Josef Von Stenberg, 1933), ha venido a demostrarlo Farr. Al igual que las concomitancias entre la señora de Clairmont y las rubias de Hitchcock. Lo que demuestra cuanto le gustaban la mujeres a Hergé y que, si no abundan en las aventuras de Tintin, es porque hubieran perjudicado la narración.
Más interés que el recuerdo de la primera viñeta donde aparece cada uno de los personajes, que inicia él capítulo a ellos dedicado, me ha merecido la demostración de lo herederos que Hernández y Fernández, son de el slapstick en general y Stan Laurel y Oliver Hardy en particular. Ni gemelos ni idénticos, una de sus principales diferencias se encuentra en su bigote. El de Hernández es más recto, el de Fernández se curva de distinta forma en los extremos.
En cuanto a Serafín Latón, me ha llamado sobremanera el acierto con que, mediante este personaje, Farr define la cobardía de los parlanchines. No hace mucho pude comprobar en un compañero, que resultó ser un payaso con el que bebí durante algunos años, la veracidad de las afirmaciones del autor.
El gran mérito de Michael Farr es adentrarse en la cinefilia de Hergé con una profundidad inédita. Considerando que las viñetas son al dibujante lo que los planos al cineasta, nada más lógico que esa cinefilia de Hergé, que incluye una caricatura de Mary Pickford en una de las ilustraciones de Tintín en América (1931). Nada más lógico salvo las similitudes que Rastapópulus guarda con el armador griego Aristóteles Onassis. Lastima que no haya ni una referencia al entrañable Oliveira de Figueira.
Publicado el 2 de agosto de 2010 a las 03:45.